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Orígenes humildes de una escritora en ciernes

  • Foto del escritor: Ximena Velasco
    Ximena Velasco
  • 2 ago 2024
  • 3 Min. de lectura

No hay un sinsentido más grande que preguntarle a un niño: ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Por qué debemos enjaretarle las grandes preocupaciones del futuro a alguien que apenas cruza los albores de su vida. Sobre todo si, a esa edad, la respuesta podría convertirse en una profecía con tintes de trampa. Justo eso me pasó cuando a los once años, con toda la confianza que sólo puede venir de la inocencia infantil, proclamé al mundo que de grande sería escritora.


Antes de eso quise ser veterinaria, y mucho antes de eso, paleontóloga. Esas profesiones llevaban las de perder conmigo. Nunca tuve la resistencia física para pasar largas horas bajo el sol, excavando de rodillas con tal de encontrar vestigios de dinosaurios en las rocas. Tampoco tenía el estómago para enfrentarme a los trabajos más escatológicos que vienen con cuidar a seres vivos, o lidiar con los estragos inevitables de la muerte.


Decidir mi vocación por las letras fue más como sellar un pacto con un destino que me venía persiguiendo. Porque quizás no tenía resistencia física ni estómago, pero sí un cerebro que se la pasaba soñando despierto que el mundo a mi alrededor era un bosque prehistórico en el que yo no era yo, sino un dinosaurio (un velociraptor, quizás), luchando por sobrevivir.


También le gustaba atormentarme de muchas maneras. Su favorita era desfigurando a los seres titulares de ¡Marcianos al ataque! en versiones más aterradoras, con mandíbulas descarnadas y ojos penetrantes. Muchas noches me quedé despierta, horrorizada al imaginar que se aparecerían en mi cuarto para pulverizarme con sus rayos láser.


Por otro lado tenía mi amor por los libros, uno que se fue gestando desde esas tardes en que mi papá me leía cuentos de A la orilla del viento con todo su repertorio de voces, efectos especiales y manerismos de cuentacuentos profesional.


Seguramente no sorprende a nadie que fuera un libro el que me dio la mayor epifanía de mi vida. Pero no uno de Oscar Wilde o de José Emilio Pacheco o de ninguno de los sospechosos usuales que inflaman el deseo literato en muchos. El mío fue la primera entrega de Memorias de Idhún, saga de fantasía juvenil escrita por Laura Gallego. Es un recuerdo especial por partida doble: fue el regalo de cumpleaños de mi abuela materna.


En el resumen mental de mi vida, hay un claro antes y después de esa novela. Un sacudidón elemental, similar al del final de una era para permitir que otra surja de entre los escombros. Me enseñó el poder de las palabras para extraviarnos en mundos que se sienten más reales que la realidad misma… y me dejó el insufrible deseo de hacer lo mismo.


Me disculpo si al leerme sientes la miel embarrada en el paladar, pero es difícil contar esto sin caer en cierto grado de cursilería. Después de todo, no dudo que una buena parte de los escritores (y otros artistas) empezamos con chispazos de amor puro por el oficio, antes de darnos de cara con la realidad de lo que implica.


 Así fue y sigue siendo para mí. Al día de hoy, y con tanto camino recorrido, me cuesta decirme escritora. Al día de hoy me despierto muchas mañanas preguntándome qué demonios estoy haciendo. Al día de hoy me cuestiono si tengo talento, si escribiré algo que valga la pena, si no sería mejor tirar la toalla y aceptar la existencia tranquila de alguien sin pretensiones creativas.

Porque, desgraciadamente, no sólo tengo la humana necesidad de plasmar en palabras lo que me salga del alma, aunque se queden enterradas para siempre en un cajón. También tengo un ego (¿igual de humano?) que busca que me lean, que me comprendan a través de mi rasgo más personal: mis historias.


Por eso aquí sigo intentando, para bien o para mal. Pero eso es tema de otro post, para otro día.

 



Y aquí es donde entramos a la porción auto promocional del texto. Sí, por más molesto que sea (porque créeme, tampoco soy muy fanática de hacerlo), ser escritor hoy en día implica ser, hasta cierto punto, nuestro propio publicista. Por lo que si te gustó mi primer intento, te pido que no pierdas de vista a este blog, que te suscribas al newsletter y que te des un paseo por mis redes sociales para enterarte de cualquier novedad.

Listo, ya no te abrumo más. Espero verte en la próxima, querid@ lector@.

¡Hasta la siguiente!

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